Jazz, cerebro y creatividad

Fuente: ABC.es
Anna Grau – Nueva York

Casi la mitad del cerebro de los músicos de jazz se «desinhibe» para permitirles improvisar. Cuando vemos a un genio de la música en trance, los ojos idos y las manos indagando una música que no está escrita ni se ha oí­do antes -ni probablemente se volverá a oí­r después-, lo que ocurre es de interés para el arte, pero no lo es menos para la ciencia. Hace tiempo que los neurocientí­ficos intentan comprender en qué consiste exactamente la creatividad, qué es lo que la pone en marcha y cómo funciona. Y hay quien cree que, por lo menos en parte, ya lo ha encontrado.
En la Universidad John Hopkins, en Baltimore, han llevado a cabo un singular experimento. Aunando esfuerzos con cientí­ficos del gobierno, del Instituto Nacional de la Ceguera y otros Desórdenes de la Comunicación, han intentado investigar qué ocurre dentro del cerebro de un músico de jazz cuando está improvisando en directo.

La idea partió de Charles J. Limb, profesor de la John Hopkins y contumaz intérprete de saxofón él mismo, lo cual algo tendrá que ver con el origen de su inspiración. «Cuando un músico de jazz improvisa, a menudo toca con los ojos cerrados, y con un estilo personal distintivo que trasciende todas las normas tradicionales sobre el ritmo y la melodí­a», afirma Limb, «es un estado mental extraordinario durante el cual el músico genera música que nunca antes ha oí­do, tocado o ni siquiera pensado antes, lo que surge es completamente espontáneo».

Un prodigio habitual

Estamos tan «acostumbrados» a verlo, a deleitarnos con la excursión al abismo de Brad Melhdau o de Sonny Rollins, que es fácil perder de vista las dimensiones del prodigio. Para darse cuenta a lo mejor hací­a falta precisamente un cientí­fico saxofonista como Limb. Alguien que se mueve entre dos mundos. Y dos mentes.
Para acometer este estudio, Charles J.Limb y su colega Allen R. Braun reclutaron a seis músicos de jazz. Tres de ellos procedí­an del Instituto Peabody, un conservatorio musical de su Universidad. Los otros tres eran voluntarios reclutados por el clásico sistema del boca oreja entre la comunidad de jazz de la zona.

Los seis tení­an que ser improvisadores avezados y además estar dispuestos a hacerlo en el nada habitual marco de una máquina de resonancias magnéticas. Sin ir más lejos, esto significaba que tení­an que diseñarles teclados especiales, enteramente plásticos, sin una sola pieza de metal que alterara los sensores. También les tení­an que poner cascos para que oyeran en todo momento lo que estaban tocando.
De esta guisa se metieron todos en la máquina y empezaron los experimentos. Primero les pidieron que hicieran ejercicios musicales muy conocidos, que tocaran escalas que cualquier músico de su nivel tocarí­a de memoria, casi sin necesidad de pensar en ello. A continuación se les pidió que improvisaran sobre las notas utilizadas en ese esquema.

En el tercer experimento tuvieron que tocar una melodí­a original de blues que todos habí­an memorizado, mientras por los cascos escuchaban un cuarteto ejecutando esa misma música. En el cuarto intento tuvieron que improvisar sobre esa misma melodí­a, también con el apoyo del cuarteto.

De memoria o improvisando

El objetivo de esta cadena de órdenes era deslindar lo más claramente posible la actuación de la mente cuando el músico toca de memoria y cuando está improvisando. La máquina de resonancias magnéticas muestra iluminadas las partes del cerebro que entran en acción en cada momento.
El objetivo de Limb y Braun era claro: contaban con que hubieran zonas que se activaran siempre, por el simple hecho de estar tocando, y con poder restar y aislar las que sólo estuvieran activas cuando la música era improvisada.

Los resultados inmediatos apuntaban a una disociación de las pautas de funcionamiento de la corteza prefrontal, que es donde se deciden y se resuelven la búsqueda de las satisfacciones y el cumplimento de metas. También las inhibiciones que censuran nuestra conducta para protegernos de sus efectos indeseados, y que se localizan principalmente en la corteza prefrontal dorsolateral.
En la Universidad John Hopkins descubrieron que en el momento de máxima improvisación a los músicos se les desactivaba la corteza prefrontal dorsolateral y, en general, todas las regiones que fiscalizan la conducta y sofocan la espontaneidad. Cuando estos circuitos cerebrales se lesionan pueden producir graves disfunciones en una persona; por ejemplo, pueden ser el origen de comportamientos psicopáticos, con total ausencia de emoción y apatí­a ante los efectos de sus actos.

Obviamente esto no es lo que sucede con los músicos. No devienen psicópatas, sólo un poco más libres. El cerebro se autorregula para dejarlos más sueltos, más a su aire, y así­ poder crear mejor. Los autores de este experimento creen haber perfilado una sabia combinación de procesos psicológicos que incluyen desde una activación extraordinaria de las áreas sensoras y motoras (que intervienen en la organización y ejecución de la música desde el punto de vista más orgánico o mecánico) hasta un claro descenso de la presión lí­mbica sobre la motivación y el tono emocional.

La conclusión más obvia de la investigación es que no existe la neurona o las neuronas de la creatividad, no hay una zona especí­fica del cerebro donde se decide el arte. Es más bien una cuestión de saber subir o bajar un termostato.
Los investigadores han detectado que en el momento de la improvisación también se incrementa la actividad en la corteza prefrontal media, en el centro del lóbulo frontal. Allí­ radican las fuerzas de la autoexpresión y la individualidad, la comprensión subjetiva de uno mismo, la capacidad de, por ejemplo, contar una historia sobre nosotros mismos.

«El jazz se ha descrito a veces como una forma de arte fantásticamente individual. Cuando un músico improvisa, la música que produce tiene siempre un estilo caracterí­stico que suena sólo como música de él», concluye Limb. «Lo que creemos que ocurre cuando los músicos improvisan es que están contando su propia historia musical, para lo cual derriban todas las barreras capaces de impedir el flujo del futuro y de lo nuevo».

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