Por: Marcos Mayer
Fuente: Revista Ñ, Buenos Aires, Argentina
La «imperfección» como resquicio por el que pueden colarse el erotismo o la emoción fue el hallazgo de las grandes cantantes de jazz y parece haberse perdido en un mercado que exige «buena presencia».
Alguna vez Leonard Cohen escribió una canción interminable a la que bautizó Suzanne. Allí contaba la historia de una muchacha que vivía al borde del río a donde se lleva a un hombre, quien será el destinatario de la letra compuesta por el cantor canadiense. El amor se mezcla con el delirio religioso, lo que hace que la tristeza sea aún mayor, porque la locura nace precisamente del lugar de donde se espera que llegue todo el bien. Pero es una tristeza calma, resignada.
Acaba de editarse una recopilación con temas interpretados por Nina Simone y no muy difundidos: «Tell it like it is» (Sony, para su sello Legacy). Allí aparece Simone con toda su piedad por esa mujer –porque, en los tiempos rebeldes en que cantaba, el bien era mujer y la tristeza era sinónimo de opresión. Cuando Nina transforma la locura en melancolía, la canción interminable de Cohen encuentra un final: los tiempos futuros –que pondrán término a toda opresión- donde incluso el delirio será feliz.
Gorjeos y buena presencia
Otra recopilación anteriormente editada de la cantante norteamericana incluía una versión de Here comes the Sun, compuesta por George Harrison. Simone transmuta esa celebración de lo natural traída por George desde la India en un anuncio de que se acercan tiempos en que lo ha de brillar es la justicia social. En ese cambio, la canción (que no es lo mejor de Los Beatles) muestra una cantante que eleva a mérito mayor la seguridad en sí misma y la transforma en una declaración de principios irrefutable por donde se la escuche (como sucede, por ejemplo, con su célebre Four Women). Es muy probable que ese sea el tono que nos traigan los próximos cuatro años de Cristina. Es decir, que tal vez sea una buena cosa ponerse a escuchar a Nina y ver si estamos en condiciones de tolerar tanto acorde indiscutible. Al menos como ejercicio.
De todos modos, lo que Nina marcaba por entonces, y por razones extramusicales, es que una interpretación digna de ese nombre implica no dejar lugar a forma alguna de imperfección, y menos aún de fragilidad. Nada de ese leve resquicio en que pueda colarse alguna forma de erotismo y de emoción. La militancia sólo conoce dos sentimientos: la indignación y la esperanza.
Justamente esa «imperfección» fue el descubrimiento de las grandes cantantes de jazz, una especie que hoy parece en vías de extinción aún cuando casi todos los meses se anuncie la aparición de una irremplazable sucesora de Billie Holiday, Ella Fitzgerald o Sarah Vaughan. Basta abrir las páginas de Amazon para enterarse de la existencia de Jane Monheit –quien ya ha grabado su disco de canciones navideñas- Tierney Sutton –con reciente CD dedicado a «happy songs», es decir que aludan a la felicidad de modo directo- , Debora Cox, Johanna Grí¼sner –a quien no le falta el toque ecológico-, Sara Gazarek, y siguen los nombres. Ninguna de ellas logrará pasar del estatuto de chica del momento, incluso algunas, como el caso de Maysa, hará un descanso en el jazz –que siempre da un toque de refinamiento- antes de regresar al soul que es de donde obtiene fama y dinero.
No es una cuestión técnica, ninguna canta mal, lejos de eso. Es una relación con el cuerpo. El fenotipo se repite: lánguidas, levemente maquilladas, impecablemente jóvenes y casi siempre un poco bellas. El ítem principal en la búsqueda de la cantante de jazz es el mismo que para las promotoras: buena presencia. Imposible imaginar que hoy cante alguien con la fealdad mitológica de Betty Carter (aunque ninguna divirtiera tanto como ella) o los excesos de kilos de Vilma Middleton (la habitual compañera de aventuras de Satchmo), para no hablar de un rostro marcado por tanta pena y tanta droga como el de Billie. Un disco de Diana Krall –la reina de la nueva generación de smooth singers junto a Norah Jones- suele traer entre los créditos, junto con el nombre del ingeniero de sonido, el de su modisto y su coiffeur.
Ser (estar) impecable, entonces, implica no condescender con la imperfección y la fragilidad. Y también no joder con el repertorio. Nada de esas descomunales burlas a los éxitos pop con que solían desayunarse Sarah Vaughan o Carmen McRae y que hacían trizas hits melosos como Feelings o You are the sunshine of my life . Nada de esas alteraciones a lo esperable como la versión rápida que hace Billie de Summertime, o, por el contrario, la suave y muy muy pausada deconstrucción con que Shirley Horn revela que la letra de Yesterday es un tanto mentirosa.
El blues de la distancia
Es decir que una parte del asunto tiene que ver con lo que el mundo quiere de una cantante de jazz. La otra tiene que ver con la distancia. Todos saben que el tema emblemático de Billie Holiday era Strange Fruit, que el poeta Lewis Allen había escrito luego de escucharla cantar. A poco de morir Billie, Carmen McRae le hace un homenaje que incluye ese tema y suena perfecto, no rivaliza con ella, canta la canción de su amiga como una forma de duelo por su pérdida. Casi treinta años después, lo intenta Cassandra Wilson y, pese a todo su talento, suena falsa. Billie es un fantasma que terminará por alejarla del jazz al demostrarle que no hay lugar allí para ella. Hoy graba discos de blues y versiona a Bob Dylan. Cassandra es también la última en formar parte de un proyecto musical (como ocurrió alguna vez con Sarah Vaughan y el bebop) ser cantantet comopertorios poco esperables: canciones de Serge Gainsbourg o melodrse en el jazz sino seguoi más amplio que el de ser cantante–junto al grupo que conformaban los saxofonistas Steve Coleman y Greg Osby. Hoy todas van por su cuenta, como la leyenda que vende Madeleine Peyroux, de cantante callejera, heredera de pobrezas varias como Billie y Bessie Smith, a estrella del music hall.
Hay otra salida, que es la que ensaya Patricia Barber, una cantante de tonos muy oscuros, que es no detenerse en standards sino seguir el camino de otros jazzeros –como Dave Douglas o Don Byron- de buscar repertorios poco esperables: canciones de Serge Gainsbourg o melodías pop caídas hace rato de cualquier chart como She’s a Lady (que hiciera famosa Tom Jones). Y juntarla con Summertime, una versión bellísima de Norwegian Wood, de los Beatles, o la inesperada Black Magic Woman que tocara alguna vez Santana. En uno de sus temas propios, If it isn’t jazz, dedicado a quienes cuestionan su inclusión en el género, Barber dice: «si esto no es jazz, habrá que bancárselo hasta que llegue el verdadero».
Tanto Cassandra Wilson como Patricia Barber han llegado a la conclusión de que o bien deben inventarse un repertorio (Cassandra dedicó todo un disco a temas de Miles Davis, a los que puso letra), o que deben buscarlo lejos del jazz para seguir siendo, pese a todo, cantantes de jazz. El repertorio de siempre (the great american songbook al que maltrata hoy Rod Stewart) corre el riesgo de generar clones, como sucede por momentos con cantantes de mayor búsqueda como Dee Bridgewater o Diane Reeves que quedan un tanto condenadas a vender el sueño de que Ella o Sarah no han muerto. Y al costado del camino han quedado ciertas damas, como la no reconocida Jeanne Lee, quien grabó junto al pianista Ran Blake un par de discos imprescindibles, o Abbey Lincoln, que acaba de editar un compacto bellísimo con sus propias composiciones, que tiene algo de despedida. Ellas pertenecen al mundo de lo experimental, pero, si se las volviera a escuchar, demostrarían que tienen mucho todavía por cantar.
A Patricia y Cassandra, tal vez habría que agregarles veteranas de otras lides como Marianne Faithfull –quien ha convertido a la decadencia en la más erótica de las artes-, a Rickie Lee Jones, que cada tanto despierta su voz de niña para recrear algún standard en clave levemente siniestra, y, obviamente a Joni Mitchell, quien acaba de editar un disco con temas propios luego de demostrar en Both Sides Now y en Travelogue (sus discos con orquesta de cuerdas) que es, entre otras cosas, una irreemplazable cantante de jazz. Todas estas grandes damas imperfectas y suavemente indignas mantienen en pie una idea que alguna vez nadie discutía: que ciertas voces de mujer son siempre preferibles al silencio.
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